Morí
a finales de marzo,
en
mi cruz,
cuando
escribí un cuento para celebrarlo.
Mi
padre había muerto también con el invierno.
Mi
padre moría cada invierno.
Como
tú.
"Tres
Personas distintas
y
un solo dios verdadero".
Mi
madre sin saberlo había lamentado
la
muerte de los dos,
virgen
frustrada,
mientras
yo le consolaba el ánimo
con
mis proyectos editoriales futuros
y
pensaba: "¿mueren los ángeles
como
los hijos de los dioses?"
"No,
porque ellos son etéreos
y
perviven a las más pérfidas traiciones".
Y
volvía a escribir con menos ganas,
pero
seguro de mi habilidosa vocación.
Era
ya consciente de estar en la recta final
hacia
la inmortalidad como premio a mis múltiples sacrificios
cuando
recibí tu mensaje desde el cielo
y
me explotó en las manos
tu
prosa ingenua, veloz, lírica, vertiginosa.
Yo
no podía dar tanto.
Morir
aquí como un hombre.
Femenina
e imperfecta, esa fuerza me humillaba.
Como
mi propia madre.
Me
puse triste; lloré.
Me
vendé los dedos lastimados.
Últimamente
siempre llovía.
Te
sentía menos cada día,
sólo
a través de los libros de los otros,
de
la mirada de cualquier desconocida.
Por
última vez
lloré
en tu entierro improvisado.
Sobre
mis papeles
cavé
mi propia tumba.
Intentaba
recordar aquella foto
en
que a través de una ventana
elevada
en forma de paloma
mirabas
a la lejanía:
"espíritu
sin nombre, indefinible esencia".
Veía
a mi padre.
Te
habías muerto igual que él y sin remedio.
O
quizá él te había llevado consigo en su despedida
al
mundo de las sombras o de los sueños literarios
como
castigo a mi desliz travieso
o
más probablemente
en
un arranque de celos o de pasión inaudita
que
una vez más ponía de relieve su omnipotencia
al
haberse apropiado de lo único realmente mío.
Sólo
un muñeco.
Pero
no pude llorar más de rabia o de tristeza:
mi
padre, o mi propia inconsciencia, o la exigencia
del
olvido, me habían secado los ojos
y
un poco la osadía y un cerebro
más
muerto que mi padre muerto.
Dice
mi madre que aún lo ve paseando por la casa
en
cortos permisos pedidos al paraíso,
dice
mi madre que aún lo ve
y
en cambio a mí ya no me podrá ver nadie
más
que otra,
protegido
dentro de un gran sobre blanco
con
las letras semiborradas por la lluvia
que
empapa el velo desgarrado de los templos,
cada
año otra.
"En
tus manos pongo mi espíritu,
Padre",
¿Padre?, padre...
Por
otro lado huelga decir
que
mi mujer ha vuelto a empezar a endulzarme la vida.
Lo
descubrí el instante fatídico en que ignoré
esa
necesidad vital,
digo
mortal,
de
revisitar tu sonrisa.
Simultáneamente
había adivinado
lo
cerca que estaba mi lucidez intelectual
de
la demencia senil de un pobre diablo.
Fue
entonces cuando dolido espeté a mi madre:
¡"Tú
no puedes ser mi madre
si
no eres la Virgen María!"
Después
contemplaría por largo rato mis dedos chamuscados
sentado
en la mesa de trabajo de mi padre.
Confiaría
en resucitar al tercer día.
Y
antes de desmoronarme como un montón de piedras
escribiría en mi epitafio rencoroso:
"¿Por
qué me has abandonado?"
Silvia Rins, Apología de las sombras, Devenir, Madrid, 2016.