El
objetivo se aproxima a Beneyto, el hombre enmascarado, el artista sin máscaras.
No es la primera vez, de hecho, que posa para las cámaras. Hace casi treinta
años, en un programa de televisión de Robert Saladrigas, aparecía con una
chistera, se la sacaba de la cabeza con elegancia y se sentaba encima. ¿Acto de
humor absurdo o rebeldía simbólica?
En
su primera aparición en el cine, Beneyto pasea con un abrigo azul eléctrico, el
rostro pintado de blanco, los labios rojos, por las calles del Gótico. Barcelona es su ciudad de adopción: la calle
Rull, donde se ubica su estudio actualmente o la calle Còdols donde estuvo
tiempo atrás, la Plaza
de la Mercè, la
playa de la Barceloneta,
el bosque de Collserola, el jardín de la casa de Jacinto Verdaguer, conforman
el decorado exterior por el que deambula el personaje. Como el poeta bohemio de
El lado oscuro del corazón, de Eliseo
Subiela, busca a una mujer que sepa volar –la musa inspiradora- encarnada por
la bella Airún. Un hombre. Una mujer. Una habitación. El póster colgado en el
Café de la Ópera representa más que un guiño a su novela Tiempo de Quimera.
No
obstante, Beneyto desdoblándose es,
además de una ficción alegórica y metarreferencial, un documental, y la
oportunidad de descubrir a uno de los últimos exponentes del Postismo, movimiento
que surgió en 1945, ligado al Dadaísmo, al Cubismo y al Surrealismo y cuyo
precursor fue Carlos Edmundo d’Ory. El también llamado “ismo de todos los ismos”
se definía como una síntesis de las vanguardias, reivindicando el poder de la
imaginación, lo inconsciente, lo lúdico, lo sensorial y la voluntad de destruir
prejuicios. En este sentido, las entrevistas a eruditos, artistas, escritores
cercanos al protagonista muestran una doble vertiente: se integran en el hilo
narrativo de la historia –Pere Gimferrer y Beneyto discuten en la mesa de El
Paraguas sobre la fecha exacta de estreno en Barcelona de Ditirambo, de Gonzalo Suárez, evento donde se conocieron en 1967, junto a otros compañeros
de generación como Joan Brossa, Fernández Molina o Ángel Carmona, y que se
resuelve con una llamada de teléfono y mucho sentido del humor-; o bien se
ruedan como formulaciones objetivas en plano medio. José Corredor Matheos convierte
a Beneyto en la prueba fehaciente de que el Surrealismo, aparte de un
movimiento concreto, es una constante estética. Para Gimferrer se trata de un
postvanguardista, en la línea de Brossa, Pons, Miró, Tapias, erigido en clásico
con el paso del tiempo, puesto que su obra ya no recibe tratamiento de
excéntrica o marginal. A Gloria Bosch, directora de la Fundación Vilacasas,
le admira la capacidad expresiva de su mundo interior, un automatismo psíquico
impermeable a influencias de la sociedad actual. Por su parte, Jaime D. Parra
destaca el carácter hermafrodita de sus creaciones, la flor azul y el huevo,
los monstruos de la noche.
Decía Buñuel que el misterio, elemento esencial de toda obra de arte, no se ha desarrollado en el cine. Éste ha cogido prestada su estructura tradicional de la literatura narrativa, y el punto de vista del neorrealismo, pero siempre ha habido quienes lo han acercado a la poesía: Vertov, Buñuel, Cocteau, Godard. Quizá por su brevedad y su capacidad de síntesis, el cortometraje, igual que el relato breve, ha tendido hacia lo lírico. Sin embargo, ¿cómo revelar la esencia de un artista si no es rompiendo con los moldes lógicos, dramáticos y genéricos de una narración tradicional?
Desde
esta perspectiva, Beneyto desdoblándose,
que puede catalogarse como un corto largo, es también una apuesta de su
directora, Adriana Hoyos, de investigación del lenguaje visual, con vocación de
documentalista esteta y experimental: un poema cinematográfico. En el cine, las
imágenes son las rimas del poeta en verso, las reiteraciones del poeta en
prosa. La organización de estas imágenes las dota de ritmo, poniendo en marcha
su mecanismo de sugestión. El montaje lima las barreras entre el exterior –la
recepción crítica de la obra- y el interior del artista –su universo creativo-,
no menos real. La alternancia entre dos dimensiones, con sus vasos
comunicantes, no agota la sensación de autenticidad, de cierta improvisación y
frescura. Los planos se metamorfosean en palabras oportunamente ensambladas: la
técnica del stop motion es una
elipsis, una anáfora, una personificación cuando unos dedos invisibles teclean
la máquina de escribir de Beneyto –la Remington que compró de segunda mano en un
mercadillo polaco y que por azar tengo exactamente igual en mi casa, herencia
de mi padre-. Estructura dispersiva, de tonos heterogéneos y materiales
híbridos, tal cual es la poesía moderna, el arte moderno, la obra de
Beneyto.
La
cámara se detiene en unos cuantos planos detalle de “Las señoritas de Rull”: un
tríptico antropomórfico en blanco y negro, donde bocas y crestas, picos y
lenguas, vaginas, uñas y pezones resaltan en rojo -junto al azul uno de los
colores favoritos de Beneyto-, incluido
el bodegón que ocupa la parte inferior central de una composición que es un
claro homenaje a “Las señoritas de Aviñón” de Pablo Picasso, y a la vez una
réplica: los pasos de puntillas que hay del Cubismo al Postismo. En la
siguiente escena, el cuadro cobra movimiento en una farsa teatral, y el
protagonista, Airun y dos muchachas más, entablan un diálogo poético-burlesco
sobre animales fantásticos y tortugas de caparazón duro. Goya, Brueghel y el conde
de Lautreamont. El espectador se asoma al bodegón cerrado, una metonimia donde
los estilizados peces, frutas y hortalizas de la pintura adquieren el color y
textura de lo vivo, sometido a la tiranía del tiempo, y por tanto abocado a la
podredumbre, a desintegrarse ante nuestros ojos.
En
la biblioteca los volúmenes se ordenan, se engarzan, se llaman o se ignoran. Durante
años, Beneyto ha ilustrado el interior de las portadas de sus libros, la
mayoría dedicados por escritores conocidos o amigos. Allí viven agazapados cientos
de esos seres deformes, alados, bifrontes, caricaturescos pero de sagrada
belleza, habitantes del imaginario del artista. Espirales verdes. Serpientes
cornudas. Arácnidos escarlatas. Criaturas zoomórficas, premoniciones
arquetípicas, en las que el plano se detiene unos segundos y que, junto a algunas
fotografías significativas, reafirman el ritmo interno del cortometraje: un
viejo retrato de su madre, y cómo no, una fotografía de Alejandra Pizarnik, la
poeta argentina que se suicidó en 1972, y que Jaime D. Parra define como su
alma gemela, ambos concomitantes a la estética del sueño. Desde una bañera de
aguas –lágrimas- azules, Airun lee con tristeza una de las cartas enviadas por
Alejandra a Antonio, testimonio de la amistad que comparten y de su deseo de
visitar Barcelona, que jamás tendrá lugar.
Los
símbolos, el cromatismo, los mitos, nos adentran en un espacio muy íntimo. En
la habitación azul, el dormitorio del propio Beneyto, la pareja conversa sobre
recuerdos azules, monstruos azules, pájaros azules. Airún, acostada con un yoyo
en la mano, sonríe como una parca adolescente. Hermes y Afrodita. El sueño de la razón produce monstruos. Ojos,
zapatos, abanicos, hormigas, andróginos. “Desde Rimbaud se tratan las palabras
como colores y volúmenes” sentencia Pere Gimferrer situando al artista,
nombrador de irrealidades, en ese grupo heterodoxo de los pintores que escriben
y los escritores que pintan.
La
música refuerza el poder de yuxtaposición de las imágenes. Los violines que
acompañan el momento del afeitado en una peluquería paquistaní traen
reminiscencias de la escena de la barbería de El gran dictador. Y sobre todo, la intensidad del violín y el piano
cuando Beneyto se enfrenta a un inmenso plástico, como si con su pintura
pudiera derribar el muro o emerger de la placenta que lo separa del mundo
exterior. ¿No es esa la lucha intensa e inconfesable de todo verdadero artista?
Desnudo, empieza racionalmente, trazando con un pincel líneas negras, rojas, y
poco a poco se va dejando llevar por el impulso de la inspiración hasta que,
extasiado, lanza con los ojos cerrados los cubos de pintura rojos, azules,
amarillos… La creación estalla, el caos se manifiesta, el cine se revela como
arte de fusión. La gran sinestesia. Beneyto no se suicida en su vida, con
seconal, como Alejandra: se suicida en su obra, gracias a la cual vence la
angustia de la existencia, y resucita a través de ella como un Ave Fénix burlón.
Beneyto
se desdobla, se revela, se oculta. Un último recurso poético para poner punto
final a una estructura circular: la metáfora. Se prueba, una detrás de otra, esas
máscaras de colores que él mismo forja con sus manos, embellece, a partir de
materiales viejos, olvidados, reciclados. El Arcano I del tarot: el niño, el
artesano, el alquimista, el mago capaz de insuflar alma a los objetos
inanimados que halla a su alrededor. La creación es un juego libre, extrañas criaturas
emergiendo de una chistera, sin reglas aparentes. De nuevo cae la nieve, como
un telón plácido, intermitente, sobre las letras emborronadas de la última
carta que Alejandra Pizarnik escribió al artista. Cierto que nos quedamos con
ganas de más, cuando se saca la última máscara, pero el resultado se sostiene
en el aire, del mismo modo que un buen poema se yergue ante nuestros ojos -un
armazón de relaciones secretas, de reflejos con variaciones, de ecos y susurros-
y no se derrumba como un castillo de naipes.
Silvia Rins, en Barcarola,
Beneyto. Hacedor Poliédrico (Cine-literatura-pintura), nº 78, Albacete,
2012. (En la fotografía, el artista junto a Adriana Hoyos, directora del film,
y algunos de los autores que colaboraron en este libro homenaje a su obra)
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