Quien intenta profundizar en la
esencia del amor se siente extranjero aunque crea conocer de manera intuitiva
el camino. A cada paso descubre un territorio virgen, ignoto, insospechado, en
esa emoción innombrable que es cosa de uno y de dos, ya que representa el
movimiento de un punto de partida hacia otro punto, la línea que se cruza en
algún lugar con otra línea. ¿O se trata de una sola línea de doble dirección?
No obstante el amor es una fundación, un oasis, una tregua. El amor es la
pregunta, el deseo es la respuesta. Detrás de nuestras huellas, sombra en las
sombras, se halla el deseo.
El amor en Occidente participa de
una rebeldía y una pasión indesligables del deseo. Denis de Rougemont en su
clásico L’amour et l’ occident sitúa
su origen en el mito de Tristán e Isolda. Hoy en día esta idea parece simple en
exceso, puesto que obvia una tradición oral de cuentos, leyendas, canciones de
temática amorosa-erótica procedentes de la antigüedad celta, así como de la influencia
de la sensualidad mágica de una rica tradición oriental que cristalizaría en el
clásico universal de Las mil y una noches, que se remonta al siglo IX. Otro hito
señalado por Rougemont es la lírica profana trovadoresca del siglo XII, con la
cual confluye la poesía mística escrita por mujeres a partir del siglo XIII
(religiosas que, a menudo al margen de las instituciones eclesiásticas,
utilizaron el lenguaje amoroso para expresar su íntima relación con la
divinidad). Tanto el amor profano como el místico establecen un doble plano
entre el amado y el amante, donde el amado, humano o divino, se coloca en una
posición de superioridad respecto al amante, lo que realza la imposibilidad del
amor, sublimado en puro deseo. Ambos, místico y profano, persiguen la pureza de
un amor que implica un ejercicio de introspección al enfrentar al individuo con
su deseo, aunque como comentan Victoria Cirlot y Blanca Garí en La mirada interior. Escritoras místicas y
visionarias en la Edad
Media: “Si el objeto de deseo masculino es el cuerpo de
la mujer, el objeto de deseo femenino es la alteridad absoluta: Dios que es el
Otro”. En ambos casos, el amor occidental, enaltecimiento a través de la
transgresión o la sublimación, pone el objeto de deseo en un plano inalcanzable.
Deseo y amor, como dos fuerzas inseparables, palpitan desde la misma raíz de la
pasión en Occidente. El deseo brota del interior para impulsar al individuo
hacia otro ser; el amor describe la trayectoria que alcanza el objeto deseado,
y fructifica en el encuentro. Por tal razón este libro ha querido tratarlos
como dos fuerzas complementarias que convergen en un mismo eje: la emoción sin
nombre.
El término emoción, en el sentido
aristotélico de pasión que agita el alma ante una reacción exterior, fue al principio
de la época moderna considerado por numerosos filósofos, Leibniz sin ir más
lejos, como una zona inferior de actividad intelectual, origen de conocimiento
confuso. Jean-Paul Sartre la definió en 1938 como “caída brusca de la
conciencia en lo mágico”, resaltando su carácter adormecedor, el mismo que
puede tener el cine como fábrica de sueños. En los últimos años, la emoción ha
ido adquiriendo progresivo prestigio, justo como forma de conocimiento
imprescindible para llevar una vida psicológica equilibrada, e incluso para
triunfar en los diversos ámbitos de la sociedad, como pone de manifiesto el
éxitoso ensayo Inteligencia emocional
de Daniel Goleman. Según José Antonio Marina y Marisa López en su Diccionario de los sentimientos, la
palabra emoción se tomó prestada del francés en fecha tardía, aunque ya se
registra en castellano hacia 1616 en el Tesoro
de la lengua francesa y española de Oudin como “conmoción, alteración o
agitación repentina del ánimo, causada por alguna pasión, sea gozando
vivamente, sea padeciendo con intensidad”. En la última edición del diccionario
de la R.A.E. se
define como “estado de ánimo producido por impresiones de los sentidos, ideas o
recuerdos que con frecuencia se traduce en gestos, actitudes u otras formas de
expresión”. De estas dos definiciones, y muchas otras consultables, se deduce
que la emoción, experiencia mental, es una reacción que participa a la vez de
lo momentáneo y lo interno, de lo repentino y lo fugaz. La emoción sin nombre
es la que permite experimentar la tensión que desgarra el amor occidental,
entre el deseo que anuncia su proximidad potencial hacia un objeto y el amor
que implica la conquista satisfactoria de dicho objeto. Es la expresión hecha
sentimiento de algo tan indefinible como cercano a nosotros, a partir de la
cual la imagen cinematográfica articularía el discurso amoroso desde sus
primeros tiempos (“la expresión de una emoción no es la propia emoción: es la
emoción convertida en imagen”, escribió Ernst Cassirer). La emoción sin nombre
es inseparable de la experiencia que la suscita, en este caso el cine
-orquestación de imágenes fotográficas que remiten más que cualquier otro arte
a nuestros hábitos amorosos vitales y cotidianos-, así como de sus
consecuencias fisiológicas: lágrimas, rubores, escalofríos, reacciones que
afloran a la superficie de ojos, rostros, manos, a veces en contra de nuestros
deseos. La emoción de la que habla este libro, definida a través de diversos
períodos, directores y películas, es pues la que propicia el arte: la que ayuda
al ser humano, cuando entra en el mundo alternativo de la imagen y de la
ficción, a conocerse olvidándose de sí mismo.
En la actualidad, la fabulación
audiovisual ha sustituido en gran parte al relato oral y escrito, encargado de
transmitir los mitos amorosos de la literatura universal. Desde los inicios del
cine, el espectador pudo ver esas mismas historias de amor que estaba
acostumbrado a leer, escuchar o imaginar, carnalizadas en la pantalla. Los
grandes clásicos hollywoodenses del cine mudo recrearon argumentos como el amor
imposible y la posesión amorosa, el matrimonio y el adulterio, el enamoramiento
y la muerte por amor; dieron rostro a personalidades antitéticas como el
Tristán y el Don Juan, la femme fatale
y la esposa abnegada. Por primera vez, el cine explota su función catártica y
cohesionadora, construyendo antítesis y analogías gracias a un montaje
elaborado, y una estética de blanco y negro favorecedora de los contrastes
simbólicos. La palabra, la música, el color, tendrán más tarde como objetivo
afianzar la verosimilitud del sueño que ofrece la pantalla, y reforzar el
proceso de identificación-proyección en los espectadores. Nunca como en el cine
de Hollywood entre la década de los treinta y los cincuenta se reflejó una
concepción del amor tan acorde con la cultura y la sociedad americanas, un
sentimiento exaltado o edulcorado que, vestido de sus mejores galas, encuentra
cabida en todos los géneros.
Ciertos directores hicieron de
sus obras verdaderas filmografías del amor, y era necesario detenerse en ellos
a partir de un corpus de películas significativas, guiados con frecuencia por
la intuición y una gran dosis de azar, pues durante la redacción de estas
páginas muchos fueron los encuentros y desencuentros inesperados, los fotogramas
descubiertos o redescubiertos. En su clásico Amour-érotisme et cinéma, el comentarista clásico del amor Ado
Kyrou, cuya obra se inscribe en la euforia ideológica de los años sesenta,
desaprueba el reaccionario tratamiento del amor en directores como David Lean,
Carl Theodor Dreyer o Ingmar Bergman, a los cuales acusa de proyectar la idea
de pecado sobre la de amor, pese a que este último disfrace sus intenciones con
una incisiva carga erótica. Los cineastas precedentes se consideran por el
contrario en este libro grandes filmógrafos del amor, ya que en él se concibe
el término amor según El erotismo, de
Georges Bataille, indesligable de la angustia de la transgresión, aunque haya
luchado por liberarse de semejante lastre a lo largo de su historia. Defender que
el cine debe negarlo o pasarlo por alto significa sepultar un problema y
ofrecer una visión falseada del amor, donde éste triunfe sobre todos los
obstáculos que se interpongan en su camino, manifiestándose en un tibio
erotismo placentero sin lugar para los escozores o el remordimiento. Nada más
alejado del amor, puesto que su intensidad se reafirma en la sublimación de la
idea de pecado; levanta su idealización sobre el placer de la carne. Eleva la
carne al ideal, pero antes ha tenido que sentir el dolor de la presión de la
carne cercándolo, el terror del deseo que recubre de tejidos, músculos y
nervios el gran vacío de la carne, y siempre conlleva salir de uno mismo en
busca de algo incierto.
El amor linda por supuesto con el
territorio del erotismo desde los orígenes del cine, sin embargo, en los años
sesenta, el esplendor de la carne al descubierto ante el objetivo de la cámara
se convierte en nuevo sagrario iconográfico. Aparece la pornografía para
comerciar con el cuerpo, mas el sentimentalismo adocenado de los gastados
modelos hollywoodenses no es peor (¡comerciar con el amor o con el deseo, con
el alma o con el cuerpo, qué más da!). Llegó el tiempo de mostrar las
aspiraciones y apetitos más oscuros e inconfesables: la violencia y la
destrucción ejercidas sobre el cuerpo o el alma amada y la dimensión
fantasmagórica del objeto de enamoramiento o de deseo, caras de una misma
moneda, en Luis Buñuel o Ingmar Bergman, desde Kenji Mizoguchi hasta Federico
Fellini, con Nagisha Oshima y Woody Allen. El horror de los celos, la
insatisfacción o la incomunicación que sobrevuelan como buitres siniestros los
compromisos entre dos personas, la laboriosa y diligente labor de la carcoma,
son indicios de que el amor romántico, condenado a la putrefacción de los sentimientos
que agonizan bajo la carne, o a su dimensión de espejismo, es pura ficción. Y
junto al matrimonio, en vísperas del siglo XXI, la familia se erige como
institución contradictoria y en plena ebullición, enfrentada con los modelos
que la nueva cultura audiovisual intenta imponerle. Damos a Alfred Hitchcock la
oportunidad de ofrecernos su perspectiva de los nuevos caminos que se abren al
cine con el nuevo siglo, así como de justificarse de la acusación de haber
matado al amor. En cualquier caso, cineasta del deseo por excelencia, el amor
en sus películas es algo más que una excusa para sostener una intriga criminal:
se trata del mayor misterio, el único que queda por resolver.
El cine abarca sus historias y el
pensamiento que las impregna, sus directores y actores, también el desarrollo
de su lenguaje. Resulta difícil no concebir la historia del cine como una serie
de evoluciones a partir de variaciones, de motivos que persisten o se
transforman, por lo que ciertos capítulos parten de un punto histórico
concreto, para proyectar sus efectos hacia el futuro, como las ondas expansivas
que siguen a la caída de la piedra en el estanque. Valía la pena demorarse en
lo más pequeño e insignificante, en gestos, palabras, rostros, encuadres;
técnicas como el primer plano, capaces de llenar la pantalla y aguijonear
nuestras emociones; o esos objetos que están siempre en el fondo del romance,
precediéndolo o anunciando su inminente culminación: ventanas, cuadros,
espejos. Símbolos y metáforas que han persistido a lo largo de la historia del
cine, junto a otros más recientes, como la pantalla televisiva, consecuencia de
los avances tecnológicos de los nuevos tiempos. Hasta las pantallas -pequeñas y
grandes- de nuestros días llega el amor clamando purificación, ofreciendo
caminos alternativos que permitan revivificar su representación. En un mundo
donde la intertextualidad alcanza límites desaforados vivir con el ingente
pensamiento que nos legó el pasado a cuestas produce un cierto sofoco cultural
que, sin embargo, se soporta con una euforia que no deja de sorprenderme. No
como un fardo oneroso o un gravamen asfixiante, sino como un inmenso favor que
nos sonríe desde el cielo de la historia. El último capítulo, Besos imposibles, contiene explícitas
referencias a las secuelas de este fenómeno en el ámbito cinematográfico; a la
obscenidad de una imagen que, manoseada por los medios audiovisuales de masas,
ha corrompido lo vanguardista hasta convertirlo en kistch. Por suerte todavía quedan visiones límpidas, sofisticadas o
tenebristas, que pugnan por devolverle su pureza -Krzysztof Kieslowski, David
Cronenberg, Abbas Kiarostami-, aunque para ello algunos deban pasarse quince o
veinte años pergeñando series de televisión o anuncios publicitarios. Y también
espectadores incondicionales prestos a celebrar estas nuevas exploraciones en
el limbo de la emoción sin nombre. Afortunadamente, la emoción que deriva del
ámbito de lo imaginario, y en concreto del cinematográfico, será innombrable si
bien en absoluto imaginaria.
La búsqueda del amor es
heurística en los dos sentidos de esta palabra fascinante: reflexión histórica
y arte de invención. El sentimiento del amor se redescubre cada día con el
hombre, pero la palabra sigue conservando un aura mágica e indiscernible, que
la revela todavía más misteriosa y atrayente. El lector tiene en sus manos un
libro incompleto por azar y necesidad, aunque coherente y unitario, para el
análisis del juego de fuerzas que encierra en sí mismo una complejidad
irreductible a un sólo concepto. Su propósito no es tanto informar de manera
caótica y exhaustiva como constituir un recuento orientativo de las grandes
visiones del amor ligadas a la evolución del arte cinematográfico durante su
siglo de existencia. Y sobre todo, inducir a la reflexión, contagiar
entusiasmos cinéfilos, aniquilar certezas: ¿Estará sucumbiendo el amor
romántico occidental, colmado de valores de larga tradición, o todo lo
contrario, regresa con nuevos matices, amparado en valores inciertos como la
voluntad y el destino? ¿Superará el amor su dualidad, a través de la
sublimación del cuerpo o la racionalización del alma? ¿Todavía somos capaces de
creer en el deseo, en su poder y su esencia regeneradora, todavía somos capaces
de crear el amor? ¿O es que debe cambiar algo en nosotros para que éste
sobreviva? ¿Se reconcilian amor y deseo atravesando como una sola flecha el
espacio audiovisual fantasmagórico? Y en este caso, ¿cómo definir la
trayectoria de una emoción -de algo que a veces ni siquiera es movimiento, sino
una porción de energía contenida-, qué sentido castrador tiene nombrar un tipo
de conocimiento abierto a lo imposible? Las preguntas son las mismas para
todos, pero el cine no ofrece respuestas unívocas: cada época y movimiento
estético, director o película, símbolo o imagen aportan su verdad particular,
sincera e intransferible.
Silvia Rins, La emoción sin nombre. Amor y deseo en el cine. Rebross, Cáceres, 2001.
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