Prólogo a "Las grandes películas asiáticas: espiritualidad, violencia y erotismo en el cine oriental"


Las culturas, religiones y manifestaciones artísticas del Extremo Oriente han penetrado en la última década con fuerza en Occidente. Y no hay que obviar la influencia del cine del sudeste asiático en este proceso de curiosidad, conocimiento y asimilación. La estética precede en el terreno del pensamiento a las ideas y, en la filosofía oriental, igual que en la metafísica occidental, ambas suelen caminar de la mano. Los valores espirituales vertidos en las películas abren horizontes insospechados a un Occidente materialista y pragmático, ávido de alimentar necesidades más profundas que su estómago o su mente. Las huellas de Buda, de Lao Tse, de Confucio son visibles desde Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi hasta Pan Nalin y Kim Ki-duk. Una aspiración a lo sagrado, a veces arraigada a la ética, otras  por encima de la moral –Oriente se halla más cerca de la sabiduría de lo intuitivo, de la contemplación, que Occidente, que ha evolucionado a la sombra de la tecnología de la razón-, omnipresente en la concepción del erotismo, de la belleza convulsiva de Nagisa Oshima a la mirada hierática de Tsai Ming-liang; y en el paroxismo de la violencia, del sufrimiento humanizado de Akira Kurosawa a la hiperbolización distanciadora de Takashi Miike. Espiritualidad, erotismo y violencia: respuestas que subliminalmente contestan nuestros propios interrogantes existenciales.

En este libro se comentan las películas orientales que más han influido e influyen en Occidente; no sólo las que han sobrevivido o triunfado en sus países de origen, sino las de mayor proyección, las galardonadas con premios internacionales y estrenadas o editadas en Europa, y en concreto en España. Cabe decir que, en los últimos años, aparte de aumentar los estrenos de cine asiático en las carteleras españolas, se han sucedido las ediciones en DVD de numerosos films imprescindibles que, por entresijos de la distribución, no pudieron verse en las grandes pantallas, así como de recopilatorios de la filmografía inicial de los prestigiosos Takeshi Kitano o Wong Kar-wai, cuyo público fiel ya puede incorporar en su videoteca obras hasta el momento sólo accesibles para incansables visitantes de Festivales de cine o críticos especializados. La reciente aparición de una serie de publicaciones y de revistas especializadas sobre cine asiático, tanto en el medio escrito como en el virtual, ha contribuido a fomentar el interés por estas cinematografías llamadas periféricas. La democratización de la cultura audiovisual entraña, como en otro tiempo ocurriera con la imprenta, su difusión y sobre todo su libre reinterpretación, más allá de los dictámenes de los criterios comerciales. 


El cinematógrafo fue vivido en Oriente como un invento importado de Occidente, pero se desarrolló arraigado a las culturas autóctonas. En la India llegó a Bombay en 1886, pocos meses después de que las proyecciones de los hermanos Lumière despertaran expectación en París. El primer largometraje, basado en un cuento del Mahabarata, data de 1913. Una floreciente industria se consolidaría en las décadas siguientes con los melodramas del popular Raj Kapoor o el maldito Guru Dutt. En la actualidad es el país con mayor producción cinematográfica del mundo y el que exporta menos films de Estados Unidos, lo que corrobora la fuerza de su mercado y su capacidad de abastecimiento. Pese a que el cine que llena las carteleras es el comercial y festivo de Bollywood, en Europa causó admiración en los años cincuenta el realismo poético del bengalí Satyajit Ray y, en la década de los ochenta, dos directoras como Mira Nair o Deepha Mehta han contribuido a revelar las injusticias sufridas por algunas de las víctimas de la jerarquizada sociedad india: niños, mujeres y castas inferiores.

El inicio del cine japonés corre paralelo al de las cinematografías occidentales. Occidente ha podido conocer, aunque con retraso, algunas de sus grandes obras de la primera mitad de siglo XX, teniendo en cuenta que el noventa por ciento de películas realizadas entre 1897 a 1945 se perdió, debido a las consecuencias del terremoto de Kanto de 1923, los bombardeos de 1945 durante la Segunda Guerra Mundial y la censura de la posguerra. Durante ese período Japón fue el mayor productor de películas por año, prueba suficiente de la potencia de su industria. Akira Kurosawa y  Kenji Mizoguchi, en primer lugar, y más tarde, Yasujiro Ozu, no tardaron en traspasar fronteras y ser objeto de culto en los Festivales europeos, así como Mikio Naruse, Kon Ichikawa, Kaneto Shindo o Misaki Kobayashi; en los años setenta los secundará una nueva generación de cineastas interesada por las clases sociales marginadas y los deseos viscerales donde se sitúan Nagisa Oshima y Shohei Imamura.

Ligado a la filmación de espectáculos tradicionales como la ópera o las marionetas el cine chino se remonta asimismo a fechas tempranas, si bien su edición y distribución ha sido más escasa en Europa, y especialmente en España. Entre 1896 y 1897, al tiempo que las películas de los hermanos Lumière y de Edison se visionaban en Osaka y Tokio, lo hacían en unos cuantos salones de té de Shangai, y es precisamente un español, Antonio Ramos, quien fundará el primer cine, el Victoria, en esta ciudad. Entre 1909 y 1912 se crea la compañía Asia y se ruedan los cuatro primeros cortos del país, aunque el primer largometraje de ficción no se producirá hasta 1923. En los años treinta el cine se convirtió, a raíz de la invasión de Manchuria por parte de los japoneses, en un arma patriótica y propagandística, denunciatoria de la opresión social, la pobreza o el paro, de mano de jóvenes intelectuales con ideas de izquierda, igual que hacia finales de los años cuarenta arremetería contra el despotismo del gobierno nacionalista. A mediados de la década de los cincuenta el cine chino se versatiliza y empieza a asomar con timidez en la crítica internacional, pero de nuevo debe replegarse con la llegada de la “Revolución Cultural”, que se dedicó a deportar a campos de trabajo a los artistas e intelectuales sospechosos de ser contrarios al nuevo régimen, y desaparecerá para el resto del mundo durante casi una década. Sólo tras la entrada de Deng Xiaoping en el poder y gracias a las ayudas materiales del estado aparecen una serie de directores desconocidos en España que cultivan todos los géneros y con pretensiones artísticas: Yuan Muzhi, Chen Boer, Situ Huimin, Zheng Junli, Tian Fang, Jin Shan, Sun Yu. 

Es la quinta generación de realizadores la que se dio a conocer en Europa a partir de los años ochenta encabezada por Zhang Yimou y Chen Kaige, cuyos primeros dramas esteticistas empapados de cierto inconformismo social han evolucionado hacia fantásticas y barrocas epopeyas chinas plagadas de efectos digitales. Aparte de China continental, Hong Kong, la colonia ex británica, cuna de un peculiar cine de acción, ha alcanzado celebridad mundial con Bruce Lee, Jackie Chan y John Woo; Wong Kar-wai se ha alzado como espléndido ejemplo de drama elegante y sofisticado; y la nueva Ola Cinematográfica de los ochenta en la república de Taiwán ha propiciado una interesante generación de realizadores encabezada por el contemplativo y minimalista  Hu Hsiao-hsien.

Carente de una tradición que lo respaldara como el japonés o el chino, el cine de Corea del Sur tampoco ha resultado lastrado por ella. Lo cual no significa que surja de la nada, sino que renace de las cenizas de la modernidad. En las últimas décadas se ha afianzado con fuerza y ha traspasado fronteras nacionales, hecho indesligable del desarrollo del país en un régimen democrático y liberal presto a apoyar unas filmografías en las cuales se alían la experimentación estética y la temática radical del cine independiente con el éxito comercial. Así, el cine coreano aparece como uno de los más asombrosos e intensos, capaz de aunar el lirismo y la crueldad en Kim Ki-duk, el humor y la crítica social en Bong Joon-ho, la violencia y la estilización en Park Chan-wook. Desde el Sur del Pacífico, también el cine tailandés se hace un hueco en las cinematografías mundiales con la mirada distanciada y misteriosa de Apichatpong Weerasethakul, impregnada de la mitología popular de su país. Acaso el cine vietnamita, el filipino, o el mongol sea el siguiente en llamar a sus puertas.

Si el cine oriental bebió en sus comienzos de los modelos occidentales, donde encontró inspiración técnica y genérica, en las postrimerías del siglo ha tomado la delantera erigiéndose en el referente de muchos directores de Europa y Estados Unidos. Los remakes de películas japonesas de terror, los plagios argumentales del heroic blodshed de Hong Kong, los préstamos estéticos del drama o el wuxia chino... La esencia de numerosos films que no llegan a ser estrenados en nuestro país se encuentra exprimida en versiones, adaptaciones y secuelas americanas, pergeñadas para obtener recaudaciones sustanciosas en taquilla. Incluso un gran  número de directores asiáticos acaban realizando por motivos económicos sus películas en América, a gusto del consumidor, según la receta de turno. Infiltrados, de Martin Scorsese, galardonada con el Oscar a la mejor película del año 2006, es un remake de la coreana Infernal Affairs (2002), de Wai Keung-lau y Siu Fai-mak, en España editada en DVD con el título Juego sucio. Por supuesto, la versión americana da una vuelta de tuerca al guión y dota al final de un toque moralista que desvirtúa el mensaje doloroso e irónico de la obra original. Lo más sorprendente, sin embargo, son los planos calcados de la fuente de inspiración honkongesa, los cuales confirman que un gran presupuesto no es sinónimo de creatividad, todo lo contrario, puede coartarla o disimular una falta de ideas propias. 

Con motivo del estreno de Tigre y Dragón (2000), primer film chino subtitulado en salas comerciales de Estados Unidos, el director taiwanés Ang Lee declaraba: “Creo que Hollywood se ha convertido en un gran monopolio que ya no está ofreciendo grandes películas. Es hora de que se produzca un cambio, de empezar a generar un intercambio cultural en términos igualitarios”. De hecho, cada vez hay menos diferencias entre películas occidentales y orientales, la absorción de influencias se confunde con las inevitables interacciones de un mundo globalizado.

El exotismo del cine oriental que se dio a conocer en los años cincuenta apenas tiene presencia, salvo en las puntuales recreaciones históricas. La típica confrontación de costumbres y culturas locales frente a las invasoras ideas occidentales de los ochenta se ha diluido, y en siglo XXI, en vez de  hallar el reflejo de la imagen idílica de dichos países, tropezamos con personajes, situaciones y temores similares a los de nuestra vida cotidiana. La violencia  épica del cine clásico de samuráis, de kung fu o de acción de los setenta se manifiesta en directores como Takeshi Kitano, Park Chan-wook, Takashi Miike con una dimensión estetizante y autoparódica, que entronca sus propuestas cinematográficas con la postmodernidad. Un callejón sin salida o un festival de fuegos artificiales donde lo sangriento compone coreografías no exentas de lirismo, borra las fronteras entre la realidad y el sueño, de las cuales el espectador emerge, como de los animes de Katsuhiro Otomo o Hayao Miyazaki, de una orgía de sensaciones. Los modelos narrativos clásicos de Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi o Mikio Naruse son sustituidos en los nuevos directores independientes, algunos de los cuales han optado por fundar sus propias productoras, por opciones formales que pretenden comunicar el sentido caótico, descarnado y anodino de la contemporaneidad; o bien, con los largos planos fijos, congelados de Tsai Ming-liang, transmitir la sensación desasosegante de la incomunicación o la dificultad de expresar los sentimientos en una sociedad impersonal, frígida, desnaturalizada. El cine oriental no se diferencia del occidental por inventar nuevas técnicas cinematográficas, sino por utilizar las convencionales de una manera diferente e impregnarlas del aroma de sus culturas. Más presentacional que representacional, más expositivo que ficcional, persigue la iluminación  a partir de la fuerza de la imagen, obligando al espectador a actuar como un benshi introspectivo –voz cronista que acompañaba al cine japonés mudo-, y a otorgar sentido a la sucesión de fotogramas en vez de seguir el hilo de un argumento: éste puede existir como fondo, decorado, o bien brotar de la operación relacional introspectiva. La identificación entre la historia y el espectador no se produce, pues, automáticamente, sino a través de revueltas y atajos, de un efecto óptico. En un mundo multicultural, donde las diferencias entre grupos están predeterminadas por las identidades compartidas, el espectador debe tender puentes para alcanzar la complicidad con la diferencia.


No es necesario hablar desde un púlpito o una cátedra para comunicar el entusiasmo por la cultura. En plena era de la globalización, bombardeados por la información y presionados por un consumismo masivo e indiscriminado, que ha hecho del arte una víctima ejemplar de la tiranía del mercado, el cine asiático todavía posee en España algo de sectario, con el buen sentido del secretismo implícito en esta palabra. Como las cosas puras y realmente valiosas, se transmite boca a boca en impresiones, sugerencias o recomendaciones, formando cadenas de amigos invisibles, internautas amantes del cine asiático, críticos y pedagogos de la otredad, estudiosos y acólitos de religiones orientales, viajeros insaciables por el Extremo Oriente, lectores voraces de cómics o videojuegos nipones, todos ellos unidos por el disfrute común de obras bellas, impactantes, singulares. Guiar en el proceso de revelación y descubrimiento de nuevos horizontes es el propósito último de estas páginas, cuya enumeración –más representativa que exhaustiva- de obras y realizadores apuesta por la diversidad, para que generaciones de cinéfilos compartan sus preferencias: ¿es incompatible admirar a Guru Dutt, divertirse con Jackie Chan, estremecerse con Park Chan-wook, soñar con Zhang Yimou, emocionarse con Hirozaku Kore-eda, solidarizarse con Deepa Mehta?  A través de la pantalla, nuestros ojos se giran al unísono hacia Oriente en busca de la luz, a la espera del satori o revelación. Como si cada fotograma fuera un ideograma. 


Silvia Rins, Las grandes películas asiáticas. Espiritualidad, violencia y erotismo en el cine oriental, Ediciones JC, Madrid, 2007.
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