Aún recuerdo el día que vi en el cine La Guerra de las Galaxias (1977). Era una niña y quedé absolutamente fascinada. Crecí admirando las peripecias de la primera trilogía, sus muñecos y maquetas, sus robots y sables láser, su ritmo trepidante, su intriga familiar, sus diálogos ingeniosos; y a una princesa con las trenzas enroscadas sobre las orejas que era tan rebelde y valiente –algo todavía inusual en las películas de Hollywood de la época- como sus dos compañeros de reparto. Sin embargo, pese a una personalidad arrolladora, en la trama el papel de Leia quedaba diluido entre el adorable bribón Han Solo y el delicado aprendiz de Jedi Luke Skywalker. Tras la decepcionante precuela de los episodios I, II y III, donde abundaban tanto los fondos digitales como los tópicos argumentales, aguardaba esperanzada la secuela que inauguró el Despertar de la fuerza (2015), de J. J. Abrams, con el aliciente del regreso del trío protagonista del film original.
Cuarenta años después, Los últimos Jedi (2017) ha significado para mí una agradable sorpresa, aunque no haya convencido a una facción de fans irredentos, que la han acusado de traicionar el espíritu original de Star Wars, cuando no se trata más que del fruto maduro de su evolución, indesligable del mundo en que vivimos. En primer lugar, rompe con un cierto maniqueísmo presente en la saga desde sus inicios y se adentra en los reveses de la filosofía de la misteriosa fuerza, que alienta tanto a los Jedi como a quienes son subyugados por el lado oscuro; un Yoda tan inspirado como travieso recuerda que todo lo que está en los libros reside dentro de nosotros y que el fracaso es lo mejor que podemos legar a nuestros sucesores. Incluye también una potente crítica de la sociedad, que funciona como perfecta alegoría de la contemporánea, al denunciar la guerra como negocio lucrativo que genera riqueza para unos pocos a costa de la penuria de la mayoría. Y, por primera vez, muestra un variado espectro de personajes femeninos que se adueñan de la historia. El director Rian Johnson, apoyado por la productora Kathleen Kennedy, heredera del imperio de George Lucas, construyó el guión con la libertad creativa de un film independiente; contando, además, con la valiosa colaboración de Carrie Fisher, que ha dejado su huella indeleble.
Porque esta película no sólo trata con igualdad efectiva a la mujer respecto a su homólogo masculino, sino que reivindica la sabiduría femenina para asegurar la supervivencia de la República frente a la siniestra Primera Orden. Las prudentes heroínas, cada una con su estilo particular, dan lecciones de honestidad, dignidad y sensatez a los impulsivos héroes. Rose (Kelly Marie Tran) a Finn (John Boyega); Rey (Daisy Ridley) al mismo Luke Skywalker (Mark Hamill); la general Organa (Carrie Fisher) y la vicealmirante Holdo (Laura Dern) al piloto Poe Dameron (Oscar Isaac), evidenciando la dificultad de las mujeres en puestos de mando para ganarse el respeto y la confianza de sus subordinados del sexo opuesto.
Larga vida, pues, a esa República dirigida por mujeres que tienen claro que “lo más importante no es destruir lo que odias, si no salvar lo que amas”. Y cuyos valores y hazañas no se agotarán aunque deban ocultarse en las sombras. Pervivirán entre las nuevas generaciones de oprimidos y olvidados gracias al poder del mito: la sublimación del ejemplo del héroe que hará aflorar la fuerza que los habita. Ya que cualquiera de nosotros –prístina revelación- podría ser el último Jedi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario