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Entrevista en el Jardín de Atenea: "Era una niña cuando empecé a inventar mis primeras historias"


Por Edward Martin, (Corresponsal en Barcelona)

Charlar con Silvia Rins Salazar (Barcelona, 1971) es un verdadero deleite. Licenciada en Filología Hispánica y Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona (UB), nuestra protagonista desborda ingenio y vitalidad. A lo largo de la conversación, su enorme cultura cinematográfica hace su aparición con una naturalidad bañada en un fino sentido del humor. A este respecto, nuestros lectores más cinéfilos encontrarán un perfecto y gozoso acomodo entre las páginas de espléndidos libros que llevan su firma, tales como “La Emoción sin Nombre, Amor y Deseo en el Cine” (2001), “La Pasión en el Cine” (2002) o “Las Grandes Películas Asiáticas. Espiritualidad, Violencia y Erotismo en el Cine Oriental” (2008). Su nueva entrega es un volumen de poesía titulado “Apología de las Sombras”. Un trabajo que invita a bucear en nuestras raíces culturales occidentales (en especial las de raíz helenística) con una mirada que desmitifica conceptos totémicos como el amor o el sexo. El estilo -pulido y elegantemente transgresor- sirve para lanzar dardos a todo lo “políticamente correcto”, lo que facilita el establecimiento de una complicidad instantánea que desemboca en la fácil conexión espiritual con el texto. Partiendo de su propio acervo y experiencia, Silvia Rins proyecta imágenes, haciendo las veces de espejo y aguda cronista vital. Una cronista apologética que nos invita a recorrer junto a ella bellos parajes literarios plagados de referencias autobiográficas e íntimos apuntes sobre el sentido de la vida misma. 
A continuación incluimos las respuestas de la autora barcelonesa a nuestras preguntas.

¿Cuándo os encontrasteis la poesía y tú?

Escribo desde que leo. Era una niña cuando empecé a inventar mis primeras historias pero pronto me interesó más expresar estados de ánimo que narrar hazañas. Me di cuenta de que la poesía impregnaba cualquier pensamiento profundo y arrastraba a las palabras más allá de su significado. La poesía no sólo decía: creaba lo que no era capaz de revelar el lenguaje lógico-racional.

¿En qué fuentes se inspiran tus poemas de Apología de las sombras?

Se trata de un homenaje irreverente a los filósofos griegos, ahora tan olvidados y adulterados, pese a que la cultura occidental no existiría sin ellos. Especialmente a Platón, a quien vapuleo con grandes dosis de humor negro e infinito cariño, porque lo considero mi tatarabuelo literario; y a los poetas presocráticos, los teóricos del mundo natural y del camino de la experiencia. También hay referencias implícitas y paródicas a clásicos de la literatura española como Quevedo y San Juan de la Cruz. Sin embargo, son poemas muy arraigados en el presente, abundan los coloquialismos, la ironía y el léxico científico. El conjunto es un tanto provocador, no sólo por su erotismo heterodoxo, sino porque es anti-dogmático y desmitificador.

¿En qué os perecéis tu yo interior y tu yo poético?

Básicamente en la multiplicidad. Creo que tanto en la vida como en la escritura es un error considerarnos un ente exclusivo y unívoco. La riqueza humana reside en aceptar todas nuestras facetas simultáneas, todos nuestros yos en el tiempo. Y por extensión los de los demás. Desde los más luminosos a lo más oscuros. Hay que aprender a amar a nuestros monstruos para que no nos acaben destruyendo.

Si los poemas son flechas, ¿a quién diriges las tuyas?

A los lectores hartos de lo políticamente correcto, dispuestos a correr riesgos y a romper tabúes. Para mí la poesía debe producir una reacción en el público, que lo saque de sus rutinas y convicciones. El poema genial consigue que quien lo empezó a leer, cuando lo acaba, no sea la misma persona.

¿Las sombras merecen una o varias apologías?

Han merecido unas cuantas a lo largo de la historia por parte de la filosofía, la psicología, el arte y la literatura. Decía Sófocles que el ser humano no es más que respiración y sombra. En mi apología, la sombra es una metáfora consustancial al ser humano. Habitamos una caverna, iluminada por un proyector, donde el mundo exterior pasa frente a nuestros ojos como una ilusión, un misterio, una amenaza. La gran paradoja es que amar es fascinación por las sombras y también necesidad de dispersarlas. Pero, ¿hay algo detrás de ellas?

Un gran misterio que quizá sólo pueda resolver la poesía. Además de la escritura, ¿qué te roba el corazón?

El cine. Escribo crítica cinematográfica desde hace más de veinte años y soy autora de tres ensayos: “La Emoción sin nombre”, “La pasión en el cine”, y Las Grandes Películas Asiáticas. Espiritualidad, Erotismo y Violencia en el Cine Oriental, además de haber colaborado en prensa y también en numerosos libros colectivos. La representación visual de los sentimientos me interesa tanto como invocarlos con palabras.

¿Qué aporta la poesía en el momento actual?

Los antiguos griegos sabían que el conocimiento se genera de la antítesis entre contrarios, fruto de la dialéctica. Que la contradicción no paraliza, si no dinamiza. Que diferentes verdades pueden coexistir. La poesía expresa sentimientos universales y es una fuente de empatía, que hace que nos reencontremos a nosotros mismos en el espejo del otro. En tiempos como éste, la poesía es más necesaria que nunca. La voz incómoda del poeta, en medio del caos, podría ser la de la cordura.

La República de las mujeres en "Star Wars: Los últimos Jedi"



Aún recuerdo el día que vi en el cine La Guerra de las Galaxias (1977). Era una niña y quedé absolutamente fascinada. Crecí admirando las peripecias de la primera trilogía, sus muñecos y maquetas, sus robots y sables láser, su ritmo trepidante, su intriga familiar, sus diálogos ingeniosos; y a una princesa con las trenzas enroscadas sobre las orejas que era tan rebelde y valiente –algo todavía inusual en las películas de Hollywood de la época- como sus dos compañeros de reparto. Sin embargo, pese a una personalidad arrolladora, en la trama el papel de Leia quedaba diluido entre el adorable bribón Han Solo y el delicado aprendiz de Jedi Luke Skywalker. Tras la decepcionante precuela de los episodios I, II y III, donde abundaban tanto los fondos digitales como los tópicos argumentales, aguardaba esperanzada la secuela que inauguró el Despertar de la fuerza (2015), de J. J. Abrams, con el aliciente del regreso del trío protagonista del film original. 

Cuarenta años después, Los últimos Jedi (2017) ha significado para mí una agradable sorpresa, aunque no haya convencido a una facción de fans irredentos, que la han acusado de traicionar el espíritu original de Star Wars, cuando no se trata más que del fruto maduro de su evolución, indesligable del mundo en que vivimos. En primer lugar, rompe con un cierto maniqueísmo presente en la saga desde sus inicios y se adentra en los reveses de la filosofía de la misteriosa fuerza, que alienta tanto a los Jedi como a quienes son subyugados por el lado oscuro; un Yoda tan inspirado como travieso recuerda que todo lo que está en los libros reside dentro de nosotros y que el fracaso es lo mejor que podemos legar a nuestros sucesores. Incluye también una potente crítica de la sociedad, que funciona como perfecta alegoría de la contemporánea, al denunciar la guerra como negocio lucrativo que genera riqueza para unos pocos a costa de la penuria de la mayoría. Y, por primera vez, muestra un variado espectro de personajes femeninos que se adueñan de la historia. El director Rian Johnson, apoyado por la productora Kathleen Kennedy, heredera del imperio de George Lucas, construyó el guión con la libertad creativa de un film independiente; contando, además, con la valiosa colaboración de Carrie Fisher, que ha dejado su huella indeleble. 



Porque esta película no sólo trata con igualdad efectiva a la mujer respecto a su homólogo masculino, sino que reivindica la sabiduría femenina para asegurar la supervivencia de la República frente a la siniestra Primera Orden. Las prudentes heroínas, cada una con su estilo particular, dan lecciones de honestidad, dignidad y sensatez a los impulsivos héroes. Rose (Kelly Marie Tran) a Finn (John Boyega); Rey (Daisy Ridley) al mismo Luke Skywalker (Mark Hamill); la general Organa (Carrie Fisher) y la vicealmirante Holdo (Laura Dern) al piloto Poe Dameron (Oscar Isaac), evidenciando la dificultad de las mujeres en puestos de mando para ganarse el respeto y la confianza de sus subordinados del sexo opuesto.

 Larga vida, pues, a esa República dirigida por mujeres que tienen claro que “lo más importante no es destruir lo que odias, si no salvar lo que amas”. Y cuyos valores y hazañas no se agotarán aunque deban ocultarse en las sombras. Pervivirán entre las nuevas generaciones de oprimidos y olvidados gracias al poder del mito: la sublimación del ejemplo del héroe que hará aflorar la fuerza que los habita. Ya que cualquiera de nosotros –prístina revelación- podría ser el último Jedi.